American
beauty
The
Grateful Dead
Folk-rock,
1970
The Grateful Dead ha sido uno de los grupos con los
seguidores más fieles de la historia del rock’n roll. A pesar de sus desvaríos
psicodélicos sobre el escenario, sus maratonianos conciertos, unos más
acertados que otros, y sus golpes de timón al estilo de la banda, los deadheads nunca hicieron ascos a la música que proponían Jerry Garcia, Phil
Lesh, Bob Weir y los suyos, una mezcla exuberante y totalmente original en la que la inventiva solía estar por delante de todo lo que se había escuchado hasta el momento.
En activo desde mediados de los sesenta, la cambiante
formación de esta banda, que fue desde cuarteto hasta septeto en su alineación
inicial, se había ganado una buena reputación entre los aficionados a la música
por ser una de las primeras formaciones en romper los convencionalismos de la
época mezclando géneros, experimentando texturas, participando en pruebas
sensoriales que unían luces, drogas, música y todo tipo de encuentros sociales.
Los discos no conseguían abarcar toda esa magia que suponía la experiencia
Grateful Dead para sus oyentes, aunque sí servían para ordenar algunas de las
muchas ideas que iban surgiendo sobre el escenario y dar testimonio de la
existencia de una banda especial.
Después de un lustro abanderando el sonido de San Francisco
y la emancipación musical y social que supusieron los años finales de los 60,
con el advenimiento de la nueva década, sus componentes decidieron reposar un
poco más sus apariciones en directo y hacer un trabajo más concienzudo a la
hora de componer, ensayar y grabar. Para ello, y sin olvidar todos los
hallazgos en cuanto a sonidos, voces y estructuras alcanzados en sus años de
carretera, Garcia volvió a algunas de sus influencias primigenias, el country y
el bluegrass, mientras que el resto de la banda también se mostró también más
proclive a dejarse poseer por viejas canciones folk y blues.
Así, este “American beauty” se convirtió, junto con su
predecesor “Workingman’s dead”, en el monumento de los Dead a la música
tradicional, siempre imprimiendo esa vuelta de tuerca propia de una generación
innovadora y creativa y dejando espacio para las evocadoras letras de Robert
Hunter. El disco se abre con “Box of rain”, una canción que reúne lo mejor del
rock y el folk que inundan todo el álbum, aunque también con un cierto regusto
‘hippie’ que no abandona del todo la banda. Ese toque de country ortodoxo
aunque con cierta innovación se deja notar sobre todo en las baladas del álbum,
“Candyman”, “Brokedown palace” y “Attics of my life”.
Siguiendo esa senda de recuperación de las viejas influencias, y con un
gran trabajo vocal y de guitarras acústicas, “Friend of the devil” y “Ripple”
dejan claro el dominio de los músicos del country y el folk, mientras que el
blues, en diferentes registros, se hace presente en “Operator” y “Truckin’”, una particular road-movie basada en hechos reales. Menos reverenciales para con
sus estilos primigenios y con más de rock que de homenaje a sus ancestros,
aunque sin duda sin deshacerse de ellos por completo, completan el disco “Sugar magnolia” y “Till the morning comes”.
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