miércoles, 26 de febrero de 2014

Reencuentros al final del camino

Byrds
The Byrds
Folk-rock, 1973
Los avatares de un grupo musical que pretende resistir el paso del tiempo suelen ser impredecibles. Luchas de egos, obligaciones familiares, problemas mentales, muertes tempranas y otras desgracias más o menos extraordinarias se dan para que, en la mayoría de los casos, las bandas no puedan mantener su alineación titular a lo largo de los años. Sin embargo, y cuando las causas de separación no han sido definitivas, se dan reuniones, unas más por nostalgia, otras por la existencia de un ansia creativa real y otras simplemente por la pasta.

El caso de The Byrds tiene un poco de todo. Los éxitos a mediados de los 60 habían traído de todo menos felicidad, de modo que, poco a poco, todos habían ido abandonando el barco, obligando a Roger McGuinn  a ir sustituyendo a sus antiguos compañeros de correrías por profesionales bien pagados o estrellas en ciernes buscando nuevas experiencias. Sin embargo, a la altura de 1972, todos estaban en disposición de volver a juntarse. McGuinn estaba harto de los cambios constante en la banda; David Crosby acaba de terminar un disco y una gira conjuntos con Graham Nash; Michael Clarke estaba sin grupo fijo desde la separación de The Flying Burrito Brothers; Chris Hillman veía cómo los Manassas de Stephen Stills iban teniendo cada vez menos actividad y Gene Clark, a pesar del gran recibimiento de la crítica, no tenía demasiado éxito de público con sus discos en solitario. Así nació “Byrds”, el reencuentro de la formación inicial y, a la postre, el último disco de estudio de la mítica banda. Para ello, hubo que disolver el otro grupo, que acababa de grabar “Farther along”, y su contrato con Columbia y aceptar una nueva oferta de la compaía nacida de la reciente fusión de Elektra y Asylum.

“Byrds” es un disco muy distinto dentro de la obra de la banda. Para empezar, la habitual guitarra de 12 cuerdas de sonido metálico de McGuinn desaparece por completo, dejando el protagonismo a sonidos principalmente acústicos, mucho más ortodoxos dentro del folk-rock de la época. Además, no termina de ser un disco de The Byrds, sino una acumulación de canciones que responden a la personalidad y las características de cada uno de sus autores, con alguna pequeña injerencia o influencia de unos en otros.

Dominan el disco las composiciones de Gene Clark, que introduce algunos aires más campestres a su folk-rock de sonoridad luminosa, cuidada instrumentación y lírica alejada de las convenciones del rock’n roll. En este grupo se encuentran “Full circle” y “Changing heart”, así como las dos versiones de Neil Young que incluye el disco, “See the sky about to rain” y un “Cowgirl in the sand” de tratamiento country. Aún así también hay canciones de cortes más buenrollista, un folk-rock muy imbricado en la obra de Manassas, como son las composiciones de Hillman, “Things will be better” y “Borrowing time”.

Crosby también tiene espacio para sus ramalazos más cercanos a la psicodelia y el hippismo, con canciones como “Long live the king” y “Laughing”, de su propia autoria, o “Sweet Mary”, obra de McGuinn, y “For free”, versión de Joni Mitchell. La marca del que fuera líder absoluto de la banda durante gran parte de su andadura se deja ver en “Born to rock’n roll” (ya aparecido en “Farther along”), que mezcla las melodías folk de Bob Dylan con la influencia más rockera siempre presente en algunas canciones de The Byrds.

miércoles, 19 de febrero de 2014

Los alumnos y el maestro

The Muddy Waters Woodstock album
Muddy Waters
Blues, 1975
A pesar de esos dichos acerca de que nadie es profeta en su tierra y de que los verdaderos visionarios no son comprendidos en su tiempo, el artista siempre busca, de forma más o menos evidente, el entendimiento de sus contemporáneos. Y es que, más allá del talento, las inquietudes creativas o el alma atormentada, de algo hay que vivir, por lo que siempre es una buena noticia que uno se encuentre con nuevos seguidores o músicos de nuevo cuño dispuestos a echarle un cable para mantener la actividad.

El caso de Muddy Waters tiene mucho de esto de confiar en la bondad de los desconocidos. Después de una exitosa carrera durante casi dos décadas, con el lanzamiento de hasta cuatro singles al año durante los 40 y los 50, la mítica compañía Chess dejó al bueno de McKingley Morganfield como uno de sus artistas de segunda categoría a finales de los 50. Sin embargo, y a pesar de llevar a cabo algunos trabajos manuales en algunos momentos de la siguiente década para complementar sus ingresos, el cantante y guitarrista decidió seguir adelante con su carrera. Fueron algunos viejos compañeros de batallas y, sobre todo, los músicos blancos de la generación posterior los que le animaron y ayudaron a seguir en el candelero, gente como The Rolling Stones, Rory Gallagher o, ya en los últimos compases de su carrera y de su vida, Johnny Winter.

“The Muddy Waters Woodstock album” responde claramente a este tipo de colaboraciones en las que la admiración de los alumnos por el maestro se mezclan con las ganas del experimentado bluesman de trabajar con talentosos y jóvenes músicos que han crecido escuchando sus viejas canciones. En este caso, el proyecto nace de Levon Helm, batería y cantante de The Band, un entusiasta del blues de Chicago que consigue reclutar a algunos de sus coetáneos, como el teclista de su banda, Garth Hudson, y el armonicista Paul Butterfield, ambos vecinos de la fría Woodstock y también admiradores de los viejos héroes de la música tradicional, así como a otros habituales colaboradores de The Band o de su nuevo sello, RCO, como el productor Henry Glover, el guitarrista y bajista Fred Carter o el saxofonista Howard Johnson. La plantilla se completa con algunos de los viejos colaboradores de Waters, como el pianista “Pinetop” Perkins y el guitarrista Bob Margolin. Esta unión de dos generaciones distintas, con músicos de personalidad tan marcada, se deja notar en un disco de blues de Chicago de toda la vida. Sin trampa ni cartón, pero con el inconfundible estilo del Helm a la batería y la peculiar musicalidad de Hudson en los arreglos para apoyar las frases de la guitarra slide de Waters y su voz pantanosa, tan viejas e inmutables como el propio sentimiento del blues.

El tema que abre el disco, “Why are people like that”, es la única concesión, una canción con un sentimiento y sonido blues pero con un ritmo más cadencioso, más funky, fruto del peculiar sentido rítmico de Helm. El resto blues. Lo hay lento, baladas escritas por Waters, unas en la época heroica y otras de nueva creación, pero todas interpretadas con el sentimiento que siempre ha caracterizado a su voz y su slide. En este grupo se incluyen “Born with nothing”, “Funny sounds” y “Love, deep as the ocean”.


Y también hay canciones más festivas, ese rhythm’n blues en el que el viejo Morganfield deja el protagonismo instrumental al piano y la armónica (y en algunos casos al acordeón y el órgano), e incluso en ocasiones hasta la voz cantante en algunos pasajes. Así, se pueden encontrar en el disco canciones como “Going down to Main Street” y las nuevas versiones de canciones como “Caldonia”, “Let the good times roll” y “Kansas city”.

jueves, 13 de febrero de 2014

De espaldas al éxito

Sweet southern soul
Lou Johnson
Soul, 1969
La historia de la música popular nos ha dejado multitud de casos que, a pesar de tener muchos factores a favor, no consiguen que su obra se vea reconocida por el éxito, ya sea de público o de crítica. En ocasiones, la culpa es de la propia industria, incapaz de absorber y publicitar tanto nuevo producto, lo que provoca que unos sobresalgan sobre otros a ojos de los consumidores finales. En otras ocasiones, es el propio artista el que, a pesar de contar con los mejores mimbres para hacer sus discos, no tiene el nivel suficiente para alcanzar la excelencia que se le presupone.

El caso del Lou Johnson mezcla ambos supuesto. Es cierto que el cantante en cuestión contaba con una gran experiencia en coros de gospel y nociones más que avanzadas de teclado y percusión y que pronto, tras un par de grupos medianamente exitosos a nivel local en el área de Nueva York, consiguió un buen contrato como cantante solista y se le asignó una de las mejores parejas de compositores del Brill Building, Burt Bacharach y Hal David. Sin embargo, los éxitos no llegaban, más que con alguna incursión no demasiado alta en el Top 100, por lo que sus singles y, posteriormente, discos fueron deambulando por diferentes sellos discográficos y distribuidoras, cada vez con menos nombre y cada vez más al Sur, muy apropiado por su manera de abordar el soul.

“Sweet southern soul” es casi un epitafio, a pesar de que unos años después consiguiera grabar algún disco más, y por ello Johnson elige una colección de viejas canciones que le gustaba cantar o que le emocionaban, tanto dentro de la música negra como en otros estilos. Como gran homenaje de prácticamente fin de carrera, el disco fue grabado con la producción de Jerry Wexler, gran capo de Atlantic, y con el personal y, sobre todo, los músicos del mítico estudio de la compañía en Muscle Shoals, Alabama.

El mejor momento del disco es, sin duda, la versión de la balada country “She thinks I stills care”, con un tratamiento de sugerente medio tiempo soul sureño a la altura de algunos de los grandes del género. De este modo, el resto del disco, en el que, además, la selección del repertorio no es especialmente brillante, palidece y es una muestra de esa cierta irregularidad que hizo que Johnson no disfrutara de una carrera más brillante. En general, abundan las baladas de varios tipos, y solamente “The magic moment”, con un tratamiento algo más pop, “Rock me, baby”, de ritmo cercano al funk, y “Tears, tears, tears”, más cadenciosa y bailable, elevan un poco la velocidad del disco.

Entre las baladas, Johnson opta por sacar su lado sensible, con canciones como “It’s in the wind”, “Please stay” y “I can’t change”, aunque también explota el lado sensual de soul sureño con temas como “Move and groove together” y “Don’t play that song (You lied)”. La herencia del blues y, en menor medida, el gospel se dejan notar en “People in love”, que se encuentra entre lo mejores momentos del disco, y “Gypsy woman”, que lamentablemente termina cayendo en el terreno sensiblero según se acerca su final.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Dejación de funciones

A long time comin’
The Electric Flag
Blues-rock, soul-rock, 1968
Cuando el capitán abandona el barco, otro de los tripulantes ha de ponerse a los mandos o la cosa acaba en naufragio. La historia de la música popular nos ha dado abundantes ejemplos de cómo la renuncia de un líder creativo, ya sea por motivos psicológicos, emocionales, religiosos o de cariz más mundano, puede llevar a una boyante banda al más estrepitoso de los fracasoso, significar un nuevo comienzo tras un cambio de rumbo o hacer nacer una estrella tan brillante o más que su antecesor.

La historia de The Electric Flag es tan corta como intensa. Mike Bloomfield ya había militado a mediados de los 60 en multitud de grupos de blues y rock, codeándose con personalidades de todo tipo, por lo que se decidió a crear el que sería su proyecto definitivo. El objetivo era reunir todas sus influencias, que iban desde el soul al folk pasando, evidentemente, por sus estilos de cabecera, creando para ello la ambiciosa etiqueta de American Music. Para ello, reclutó a algunos viejos colaboradores, como el bajista Harvey Brooks y el teclista Barry Goldberg, y a una potente sección de vientos y un cantante y guitarrista con cierto carisma. Faltaba solamente una pieza, alguien que marcara el ritmo, para lo que le recomendaron a un joven Buddy Miles que era ya la sensación de la banda de Wilson Pickett tanto en la batería como en labores más protagonistas.

Después de la banda sonora de “The trip”, proyecto casi en solitario de Bloomfield aunque firmado por la banda, “A long time comin’” debía ser la primera piedra del nuevo proyecto comandado por el experimentado guitarrista. Y así empezó, pero algo se cruzó en el camino. En plena grabación, la adicción a la heroína de Bloomfield y, en menor medida, de Goldberg hizo que el grupo quedara descabezado. En ese momento, y con la urgencia que da la juventud, Miles se hizo cargo del liderazgo perdido, arreglando y recomponiendo algunas canciones y cantando pasajes que hubiera correspondido a sus compañeros. Al final, el producto no difiere tanto de lo que, supuestamente, pretendía Bloonfield: canciones que bebían de estilos esenciales como el blues y el soul pasado por el tamiz rockero que los chicos blancos le dan a todo y con algunos toques de la libertad hippie-psicodélica imperante en aquellos años.

Las intenciones de la nueva banda quedan claras en la primera canciones del disco, “Killing floor”, una versión de un viejo blues de Howlin’ Wolf con una cadencia funky, una guitarra rabioso y multitud de arreglos de viento y órgano. Ese gusto por los ritmos negroides se dejan notar en las marchosas y bailables “Groovin’ is easy” y “Over-lovin’ you” y en las baladas “You don’t realize” y “Sittin’ in circles”, todas ellas con una fuerte influencia del soul, aunque con un tratamiento más rockero. El blues está mas que presente en “Wine”, versión del clásico “Drikin’ wine spo-dee-o-dee” con una acentuada cadencia swing, y en la ardiente y apasionada balada “Texas”, así como en el breve fragmento instrumental que cierra el álbum, “Easy rider”.

Sin embargo, el componente interracial de las influencias de la banda y el peso de la música y el ambiente de la época también se dejan notar en estas canciones. Así, “She should have just” mezcla el sabor soul con algunos devaneos con el pop psicodélico. Por su parte, “Another country” explota todas las capacidades de la banda, uniendo sonidos y cadencias procedentes del jazz, el blues, la música latina y el rock de la época y dejando espacio para largos desarrollos instrumentales y sonoros de todo tipo.