miércoles, 26 de marzo de 2014

Apoyarse en el pasado para adelantarse al cambio

Teenage head
Flamin’ Groovies
Garage rock, pop-rock, power pop, punk-rock, blues-rock, 1971
El abismo que se despliega ante el artista siempre genera dudas. Muchos son aventurados y se lanzan decididos a lo desconocido con la única antorcha de la confianza en su propio talento, mientras que otros prefieren dar vueltas por la tierra firme y resguardarse en aquello que, no por muy repetido, está peor hecho. Hay una tercera opción, que es la de adentrarse en nuevos caminos sin descuidar el bagaje cultural y, en este caso, musical que uno lleva en su equipaje.

Flamin’ Groovies surgió de la efervescencia de mediados de los 60 en San Francisco y, como algunos otros grupos de la época, decidieron dejar la delicadeza de las armonías vocales y la de los experimentos formales y sonoros para otros. Lo suyo seria el rock’n roll, aunque con un punto más de fiereza que sus antecesores. De esta forma, la banda, capitaneada por Cyril Jordan y Roy Loney, se dedicaría a eso que empezaba a llamarse garage rock y que, con la irrupción apenas una década después de unos seguidores aún más ruidosos, recibiría la etiqueta de protopunk por parte de algunos críticos. Sin embargo, además de las ganas de velocidad y decibelios, los Groovies también tenían una cierta inquietud estética por las melodías, por lo que se caracterizaron entre sus coetáneos por un cierto carácter de pop rabioso, algo que se pondría muy de moda apenas unos años más tarde.

Quizás por convencimiento personal o puede que para diferenciarse de sus coetáneos, Flamin’ Groovies siempre mostró una cierta influencia de los grandes estilos fundacionales, más allá del rock’n roll que, desde sus primeros pasos, versionaban con fiereza. De este modo, el blues y el folk también se colaban habitualmente en sus canciones, a veces de manera velada, en forma de ciertos fraseos o estructuras, y en otras ocasiones de forma explícita en la inspiración o el tratamiento sonoro de las canciones. Su reinterpretación de los sonidos tradicionales ve en este “Teenage head”, tercer álbum de la banda, último con la formación original intacta y uno de los más celebrados por sus seguidores, su máximo exponente, con un buen puñado de canciones que, no solamente beben, sino que responden de forma tremendamente ortodoxa a las reglas del juego de los estilos originales.

De este modo, el tema que da título al disco muestra ese carácter garage habitual de las canciones de la banda, con guitarras distorsionadas, cierta pose altiva y el rock’n roll descarnado como bandera. A pesar de ello, el gusto por las melodías y el cierto regusto power pop también está presente en sus temas cañeros, con ejemplos como “High flyin’ baby”, “Yesterday’s numbers” y, sobre todo, “Have you seen my baby?”.

La otra mitad del disco está dedicada enteramente a los estilos tradicionales. Así, el rhythm’n blues está representado por “Doctor boogie”, con sus toques de rock’n roll y, evidentemente, de boogie, y “32-20”, que incluye algunos ramalazos campestres. Un paso más allá va “Evil hearted ada”, canción bailable de inspiración rockabilly tanto en lo lírico como en lo musica, interpretada, asimismo, con una ortodoxia que pareciera proceder de una década antes. Más tranquilos son los experimentos folk: las baladas “City lights”, de resonancias country, y “Whiskey woman”, con un toque algo más hippie y rockero en algunos momentos. 

jueves, 20 de marzo de 2014

Morir en la orilla

The Youngbloods (rebautizado en 1971 como Get together)
The Youngbloods
Folk-rock, pop-rock, 1967
La historia del negocio musical recuerda a aquellos que alcanzan un cierto escalafón de la fama, ya sea con un reconocimiento comercial o crítico de su obra más o menos perdurable en el tiempo o con el éxito inmediato. De este modo, quedan en la cuneta cientos de historias de aquellos que lo intentan pero no llegan a esa gloria que supone una cierta relevancia; cientos de canciones, incluso cientos de discos, que se idean y se pergeñan para, después de remar hasta la extenuación, perderse en medio del océano de la creación o, con un poco de suerte, apenas morir en la orilla.

The Youngbloods es uno de esos grupos que, después de bregar en todo tipo de situaciones imaginables, tanto en la andadura previa de los músicos como una vez reunidos como banda, se encontraron con el siempre inesperado y casi siempre breve romance con el éxito. Jesse Colin Young era un cantante de folk con dos discos a sis espaldas y cierto predicamento en el ambiente bohemio del Village de Nueva York, donde conoció a Jerry Corbitt, con quien decidió ir a buscarse la vida en el circuito canadiense por lo saturado del mercado neoyorkino. Las cosas fueron fluyendo lentamente y, poco a poco, con la incorporación de Lowell Levinger, también curtido en decenas de batallas con anteriores grupos, y Joe Bauer, quien se preparaba para ser batería de jazz tocando en diferentes formaciones, se conformó la alineación titular de la banda. Después de la experiencia acumulada y el trabajo realizado, podría parecer que el grupo hallaría la recompensa y, aunque sí llegaron a la tierra prometida, la estancia duró más bien poco.

Su homónimo álbum de debut refleja bien las aventuras y desventuras musicales vividas, con un cierto oficio a la hora de escribir y arreglar las canciones y un ojo puesto en aquellas sonoridades que podrían ser bien recibidas por los oyentes. El folk que había marcado las correrías iniciáticas de sus principales compositores y líderes se mezclaba ahora con sonidos más pop-rock, de cierta resonancia del beat tan pujante en la época, y recogía elementos de otros estilos también fácilmente reconocibles, como el country y el blues. De este modo, consiguieron colocar “Get together”, una deliciosa balada que mezcla los toques justos de cada una de estas esencias, hasta incluso con un toque hippie, entre los singles más vendidos del año.

En el disco, dominan las cadencias bailables, todas ellas con un toque propio del pop-rock de la época. Así, el disco se abre con “Grizzly bear”, un tema muy cercano a los grupos de la invasión británica; aunque su carácter festivo a las versiones de “C. C. rider” y “Statesboro blues”, otro tema de sabor blues como “Ain’t that lovin’ you, baby (La, la)” y a “Tears are falling”, de corte más folk. 

Pero el grupo también se reserva tiempo para otros tratamientos a lo largo del disco. Así, con “The other side of this life” prueban sonidos más duros, acercándose al rock, mientras que el folk-rock siegue siendo la base estilística en canciones como un “All over the world” con un cierto toque meloso, “One note man”,  un “Four in the morning” con su toque de hippismo y la balada “Foolin’ around”.

jueves, 13 de marzo de 2014

Tiempo y espacio

Sugarloaf
Sugarloaf
Rock psicodélico, 1970
El avance de cualquier disciplina artística requiere de cierto tiempo y espacio para que los ejecutantes den con esos nuevos cauces que permitan a su criatura, y, por ende, a todo el arte en cuestión, desarrollarse plenamente. La música, por su carácter grupal, no requiere obligatoriamente de un único visionario encerrado en su taller, sino que estos momentos de epifanía artística pueden darse de forma comunal, algo que también requiere de un provisión suficiente de minutos para que la expresividad y las ideas de cada uno de vayan encontrándose con las del resto del grupo.

Sugarloaf es una de las bandas que tomaron este axioma de la experimentación y la libertad creativa por bandera. Su problema fue que, quizás, aterrizaron en el mundo musical con algún retraso. Con la década de los 60 ya finiquitada, el rock psicodélico estaba dando sus últimos coletazos y solamente personalidades de calibre considerable y artistas que habían sabido reconducir su creatividad consiguieron sobrevivir después de haberse dedicado a los caminos de la experimentación y, en ocasiones, el exceso. Sin embargo, el quinteto liderado por el teclista Jerry Corbetta se dio el gustazo de, en plena frontera de madurez del rock’n roll, grabar el disco que querían hacer, aquel que mostrara plenamente las capacidades expresivas de cada uno de los instrumentistas, un experimento que solamente probaron una vez, ya que la industria obligó a moderar los tiempos de las canciones en sus siguientes discos, y que, a la postre, fue su mayor éxito, colocando single y disco en puestos de cierta nobleza en las listas de ventas.

El debut discográfico de Sugarloaf es un ejercicio de largas disertaciones instrumentales y ciertas probaturas formales en las que la banda quiere dejar impronta de sus variadas influencias, así como de su calidad interpretativa. Así, solos de guitarra y teclado de inspiración claramente rock y blues se mezclan con rítmicas más negroides y cadenciosas, dejando espacio además a melodías más cercanas al pop-rock contemporáneo, de raíces hippies y psicodélicas y ciertos jugueteos instrumentales con el jazz y la música clásica.

“Green-eyed lady”, el tema que abre el disco, resume bien el estilo de la banda. Se trata de una canción de aroma blues-rock con un ritmo algo funky que lo hace más bailable, una mezcla de estilos que deja espacio suficiente para que tanto Corbetta como el guitarrista Bob Webber ofrezcan riffs y solos de diversos pelajes e intenten crear diferentes ambientes en la misma canción. Eso mismo ocurre en las instrumentales “Bach Doors man / Chest fever”, donde juguetean con melodías clásicas para terminar explotando el clásico de The Band para sus propios intereses con reflexiones instrumentales con distintas intensidades y armonías, y “Gold and the blues”, esta vez con el lento ritmo de un típico blues lento como fondo. También instrumental, aunque menos dado a la longitud está la versión de “The train kept-a-rollin” con la guitarra y a bailable sección rítmica como principales protagonistas.

Aparte de los largos pasajes instrumentales, la banda también tiene capacidad para abordar partes vocales, muy influidas por los sonidos de la época, ese pop psicodélico que, a través de melodías y armonías rompedoras, revolucionarias o, simplemente, irreverentes con el sistema, había sacudido la industria musical apenas unos años antes. De este modo, “West of tomorrow” bebe de estas fuentes de la ilusión hippie y el tratamiento psicodélico, mientras que “Things are gonna change some” hace lo porpio aunque con un carácter algo más reflexivo y melancólico.

jueves, 6 de marzo de 2014

A las puertas del futuro

Milestones
Miles Davis
Jazz, 1958
El cometido del artista, sea cual sea su forma de expresión, es desafiarse en cada nueva obra, tratar de encontrar nuevos caminos, ya sean novedosos o simplemente más útiles para alcanzar sus objetivos comunicativos o emocionales. Hay quienes, después de una larga vida de innovaciones y actualizaciones o simplemente por agotamiento del talento, terminan acomodándose dentro de una fórmula fácil para mantener la actividad, mientras otros, ya sea por ética de trabajo o exuberancia de creatividad, no pueden resistirse a seguir creando de forma totalmente original, con mejores o peores resultados.

Miles Davis es un ejemplo claro de esta segunda tipología. Deslumbrante talento a la trompeta desde los 16 años, codeándose con figuras como Dizzy Gilespie o, su mentor, Charlie Parker apenas cumplida la mayoría de edad, asombró por su capacidad de llevar al límite las melodías jazz de sus antecesores, superar en velocidad, creatividad e, incluso, clarividencia a sus maestros, reunir a su alrededor verdaderas estrellas que estaban dispuestas a pasar a un segundo plano por estar la lado del genio y, sobre todo, ser un culo de mal asiento en lo musical. De este modo, no le bastó con dominar las melodías tradicionales o con acelerar el ritmo de sus dedos y su cerebro en largos discursos de corte bebop y hard bop, convirtiéndose en el referente indiscutible del modern jazz, ese que ya ha cumplido casi 70 años, sino que también introdujo reflexiones más sesudas en lo musical, con verdaderos tratados sobre el ritmo, la armonía y la mezcla de estilos e influencias.

Este “Milestones” marca la transición entre dos etapas en la creación de Davis. Editado un año antes de esa obra maestra llamada “Kind of blue” y grabado junto al espectacular y estelar quinteto reunido a su alrededor en esos años (John Coltrane al saxofón tenor, Julian “Cannonball” Aldrey al saxo alto, William “Red” Garland al piano, Paul Chambers al contrabajo y “Philly” Joe Jones a la batería), el disco abunda en el virtuosismo y la maestría de todos sus intérpretes con melodías aceleradas, como en los años anteriores, pero también presenta la que será la nueva obsesión de Miles en sus siguientes creaciones y reinterpretaciones, la exploración del uso modal de las escalas y su aplicación estética y, sobre todo, comunicativa.

El tema que da título al álbum es probablemente la canción en la que más se denota esta nueva línea de trabajo. “Milestones” presenta dos partes claramente diferenciadas, en las que Adderley, Davis y Coltrane se reparten el protagonismo y la necesidad de exprimir sus conocimientos musicales para sacar adelante las nuevas melodías que exige este original experimento.

Sin embargo, como suele ocurrir con músicos de tanto talento e inventiva, máxime en una época especialmente centrada en la exuberancia instrumental, el disco termina cayendo en los terrenos del bebop y, en menor medida, hard bop, esos dos términos jazzísticos que definen el exceso de verborrea de sus intérpretes, principalmente a los vientos. Hay canciones de ritmo acelerado, como “Dr. Jackle” ("Dr. Jeckyll", según la versión del disco) y “Two bass hit”, con estribillos muy bien encajados por los saxofonistas y el trompetista, o “Billy boy”, dominado en su parte ‘coral’ por las melodías con acordes típicas de Garland, así como otras de cadencia más swing o, incluso, con cierto toque blues, como “Sid’s ahead” y “Straight, no chaser”, que además tienen hueco para que todos los miembros de la banda demuestren sus capacidades.